Cocinar es una actividad especial, suerte de bisagra entre lo corporal y lo espiritual, para decirlo en palabras de L. Feuerbach, filósofo alemán autor de la frase "el hombre es lo que se come", la cocina expresa adecuadamente lo que él define como "sensualidad", entendida como ese punto de unión de cuerpo y alma, del espíritu y la materia. Un espacio por naturaleza íntimo, pero que adquiere su plenitud en el compartir.
Pero la cocina es el espacio de las emociones, la magia y la vida y así ha sido reconocida a lo largo de la historia.
Se habla de la cocina como una suerte de "alquimia", en la medida en que supone también un universo ordenado: "...un sistema cerrado, esotérico, dotado de rituales y reglas extrañas e incompresibles para los no iniciados (Zuly Usme, 2011). Pero esa alquimia no sólo transforma ingredientes, sabores y materias en manjares, banquetes, puro disfrute sensual, sino que comporta una magia especial en virtud de la cual todo aquello que comemos se transforma en nuestro interior, o mejor como diría Rubem Alves se "trasmuta" y pasa a formar parte de nuestro cuerpo, células, psiquis, memoria y afectos. Es éste un proceso complejo y profundo que por el hecho de ser cotidiano y reiterado varias veces al día, no debe ser banalizado ni invisibilizado. Así pues, podríamos decir que en la cocina se junta lo mítico y lo místico.
Las herencias de nuestras ancestralidades con la magia que satisface, hechiza y da placer. Gracias a ese embrujo en torno a la mesa, nos seducimos, dirimimos conflictos, sellamos acuerdos, imaginamos el futuro.
La cocina puede ser entendida como el espacio de los sabores y de los saberes, que vienen de una misma raíz etimológica: sapor-saporis y nos hablan de la naturaleza, de las circunstancias en las que vivimos, de nuestro cuerpo, del placer. Ya lo decía Sor Juana cuando desgranaba entre cazuelas "sus filosofías de cocina". Si Aristóteles hubiese guisado, mucho más hubiera escrito. Así que no es de extrañar que existan múltiples relaciones entre las letras y la cocina, y más estrechas aún con la poesía, pudiendo entenderse la cocina como arte poético, o la poesía como una forma de guisar. Rubém Alves define a la poesía como el discurso de la fruición, de la unión mística y al reconocer que en la poesía y en la cocina habita la magia, declara que los ojos de la cocinera, son iguales a los ojos de un poeta.
Diversos autores abordan desde distintas perspectivas, esta relación y la plenitud que da el placer. Adolfo Castañón, amante de las palabras y de la buena mesa, señala en uno de sus textos, que tanto en la creación poética como en la culinaria, es imperativo leer con la lengua, que puede ser nostálgica (dogmática, provinciana y sedentaria), pero también aventurera (va en pos del sabor al garete, ávida, nómada, curiosa). Con la lengua se leen ingredientes, mercados, platillos y se activan los verbos saborear, probar, disfrutar, degustar, paladear, chupar, morder: todos ellos nos hablan de la sensibilidad. La poesía y la cocina, si bien surgen de la interioridad y la intimidad, no logran realizarse plenamente sino en la alteridad y en el compartir, sobre todo en ser leído por otro, aprehendido por otro, consumido por otro. Así pues, comer con los ojos, mirar con la lengua...
Limones en almíbar (Oscar Todtmann Editores, 2014) nos lleva al espacio de la interioridad de Jacqueline, al calor de su cocina de familia, del hogar como espacio esencial, de los recuerdos, fantasías y afectos. A través de los 56 poemas, nos invita a recorrer situaciones, ingredientes, preparaciones y celebraciones que dan cuenta de una historia, de relaciones sentimentales y personajes entrañables, de momentos especiales de la vida: allí están presentes el padre, la relación madre-hijo, la longevidad, el amor, el exilio, la escasez, la amistad femenina y un sinfín de eventos y rostros, gustosamente salpimentados y en petitoria con la cotidianidad de los calderos y sartenes.
Allí nos reencontramos con nuestra condición de omnívoros, rociada en diversos contenidos interculturales: los hipocampos de Beijing, la mesa hebrea, los moluscos que se "manducarían fritos", todo contado a través de un lenguaje que atrapa, que encanta. Su palabra nos pasea magistralmente por los aromas y colores del sabor: pensamientos, violetas, canela, azafrán, mostaza, pimienta, cúrcuma, achiote. Si me lo permiten, confieso que sus versos me llevaron a la infancia, cuando con ojos curiosos seguía las peripecias de mi abuela, quien cocinaba en una enorme olla de cobre unos espléndidos limones verdes. Horas después ella nos servía amorosamente esos limones, que una vez cocidos se habían transformado, en pura miel, puro sabor, sin amargor, sin resentimientos. Limones como la vida, almíbar como la vida.
La poesía y su doble
Parece inevitable repasar Verbos predadores (Caracas: Equinoccio/Universidad Simón Bolívar, 2007) como un ejercicio de reversiones y avances. En este contexto, la palabra ejercicio no tiene que ver con una deseada destreza sino con la pura fluctuación: lo que a Jacqueline Goldberg le interesa es el itinerario—el complejo mapamundi y sus imprecisiones—y no el mero cumplimiento ni el cierre. Leer las declaraciones de la autora al comienzo del libro supone enfrentarse solamente a una posibilidad: “porque defiendo la poesía como proceso, como mirada que sólo desde el presente es capaz de descifrar su voz pasada, es que presento mis libros partiendo del más reciente—hasta ahora inédito, culminado en 2006 y que da título a este volumen—hasta llegar al inicial, editado en 1986” (14). Ese recorrido es unívoco y quizá inconveniente, porque se fundamenta en una ecuación parcializada: la poética como glosa autobiográfica. Esa elucidación retrospectiva tiene, sin embargo, una ventaja: demuestra que en toda época lo personal es inestable. Acatar el proceso que Jacqueline Goldberg propone implica, por eso, una primeriza conmoción; al trastocar el orden de presentación de sus libros, por la razón que sea, ya se nos dice que la cronología no es un valor absoluto, que la genealogía puede ser admitida únicamente como tesis movible. A partir de tal aceptación, no es una destemplanza indicar que Verbos predadores de hecho reivindica el procedimiento que se llamó bustrófedon—un régimen que continuamente apela al intercambio de la portada y del colofón; en fin, lo transitado.
En ese proyecto de lectura, un imaginario punto medio vale tanto como cualquier cota. De los trece libros de poesía de Jacqueline Goldberg, Trastienda (1991) es el número siete; de los veinticinco poemas de esa obra, éste es el número trece:
LLEGO SEDIENTA
buscando algo triste
un bolero
quizá (247)
La superstición numerológica es menos importante aquí que la gramática. A diferencia de otros textos, en esas líneas la brevedad no es omisión. En los primeros libros de Goldberg, en muchas ocasiones se puede sentir que aquello que parece contención resulta, más bien, escamoteo: lo ausente no es en verdad una sospecha del universo confuso e inagotable, sino la profesión de una literatura retraída. En las líneas citadas hay una narrativa: se logran adivinar el desamor y la dubitación sin necesidad de enfrentar los pormenores de una historia. Hay, además, una simetría en las estrofas y una confrontación de contenidos: al inicio, la seguridad del deseo y la aflicción; después, el titubeo ante el remedio. En el adverbio final se reúne un principio de escritura.
Lo que se pueda revisar a partir de ese hito, en cualquier dirección, a lo mejor confirma algunas intuiciones. En Luba (1988), la trayectoria de una migración se declara incompleta; como su abuela, Goldberg es una extraña cuya herencia ha sido truncada. En fragmentos simultáneamente vitales y verbales se llega a descubrir lo que se es, con toda su carga de sombra y de miedo. En La salud (2002), la parcialidad es orgánica: el cuerpo es una máquina imperfecta, desechable, punible; su descomposición es la mejor señal de una poética que se resiste a la simple eficacia o a la belleza simple. En Máscaras de familia (1991), el futuro es la reiteración de la necedad y el desconsuelo, y el pasado, un simulacro absurdo; el instante en la justa mitad es un estadio crítico, la utopía conformada por la parodia de la ilusión y la nostalgia. Lo que hubo antes se configura como una leyenda indiferente, lo que sucederá puede ser una venganza personal—la materia propia tomando el lugar del mito fundador. Así se define en la obra de Goldberg la depredación.
En libros como Autopsia y Verbos predadores, ambos de 2006, el cuerpo y su fragilidad son el origen de “las resonancias y los balbuceos”. La expresión es de Artaud: con ella compendia algunos elementos que ha de rastrear el teatro en tanto que espectáculo de una tentación. La voluntad de Jacqueline Goldberg no es distinta en las páginas de esos poemarios. La anatomía y el texto son para ella la escena de la peste: “De pronto la boca del poeta se cuaja de larvas” (21). En diversos poemas de título parejo, “Poética”, lo que leemos es justamente el recuento de cierta crueldad sufrida o propiciada: la ferocidad del exilio y la orfandad, del abatimiento y el repudio, del efímero poema. Esas líneas hacen más evidente la abundancia de todos los tanteos, con su carácter de trabajo a la vez revelado y pendiente. Lo que define esos libros es, pues, el doble signo de cuerpo y poesía—de corrupción y de sublimidad. Como buena ilustración, las páginas de Autopsia saben combinar la nota periodística y el Viejo Testamento. La impureza propugnada por la sabiduría antigua es resarcida por eventos más recientes: en una parte leemos la historia de la mujer que convivió por varios días con el cadáver de su hermano. En esa avenencia se puede abreviar la tentación, aceptada, de la labor de Goldberg.
Creo que la profundidad de Verbos predadores, tanto el volumen individual como la colección de libros, consiste en esa apología de la vacilación literaria y somática. De algún modo, en su espacio se le restituye a la ruina su objeto formativo, su impulso de negativa energía constructora: “Toda destrucción es conmovedora, incluso aquella que dormita en los árboles y devasta la honrosa estación de los relámpagos”, constatamos en un aparte de El orden de las ramas (110). Lo que emerge de allí es, contradictoriamente, tal vez, el vigor de la propia defección. Lo que Jacqueline Goldberg pueda haber abandonado se convierte en sistema: un plano acucioso de lo que retorna. Si leemos de tapa a contratapa, si empezamos del centro y nos quedamos, si revertimos cualquier plan elegido, cada vez nos topamos con el oxímoron de la poesía que al desaparecer se queda al descubierto—“un rumor lengua adentro” (55). Por varios años ya, Jacqueline Goldberg ha señalado “el verdor del aniquilamiento”, la fecundidad de todo cataclismo, aun el suyo: he allí su dignidad.
Las poéticas de Jacqueline Goldberg
El título inaugura la perturbación. Atractivo y terrible, Verbos predadores (Editorial Equinoccio, Universidad Simón Bolívar/ Editorial Boker, 2006), un libro de libros que reúne toda la poesía publicada por la escritora desde 1986 y hasta 2006, quiere ser visto como sumatoria de una poesía y una poética alcanzadas para sintonizar con lo mejor de la literatura venezolana del presente. Una y otra, poética y poesía, corren en persistencia en las páginas de esta obra de alta tesitura y ánimo voraz. El libro que da título al libro, Verbos predadores, último de los escritos y escrito de ultimaciones, anuncia el límite metabólico de una poesía que está al límite de muchas digestiones ganadas a mordiscos por palabras que devoran todas las seguridades de la felicidad y rumian todas sus implacables desesperanzas.
Publicado en El Nacional, 21 de julio del 2008
(...)
(texto de presentación del libro, realizada el 3 de julio de 2007)
Por Gina Alessandra Saraceni
Una obra reunida no es una obra completa: es un trayecto abierto que traza "el tiempo de la escritura" de un autor, que da cuenta de las cristalizaciones y devenires de esa escritura, a la vez que de sus faltas y promesas, de lo que está a la espera de ser escrito.
Una obra reunida es también una autobiografía de sí misma, de su ser en–obra y de su hacerse obra: continuum que no aspira al punto final sino al desplazamiento y a la búsqueda que dejan abierto el espacio de la palabra, que hacen de la palabra el lugar de un porvenir inconcluso.
Verbos predadores (20061986) reúne la obra poética de Jacqueline Goldberg desde su último poemario que aparece publicado aquí por primera vez y que da el título al conjunto, hasta el primero escrito hace veinte años. Se trata de un libro que escribe su propia arqueología y que invita al lector a recorrer el lento hacerse de una obra poética a través de un movimiento retrospectivo, una lectura hacia atrás que recorre el cuerpo de la escritura desde su voz más reciente hasta su primer balbuceo.
Obra que cuenta su genealogía y se arriesga a mostrar las continuidades, obsesiones, hallazgos que tejen la trama de su historia; libro que se reescribe a sí mismo a través de un trayecto invertido que desde el presente avanza hacia el pasado como si desandar el camino de su construcción fuera un modo de mirarse a sí misma a través de "una posterior clarividencia" capaz de capturar lo que en su momento no se pudo ver, lo que sólo el futuro puede revelar.
Leer la obra de Jacqueline Goldberg según esta ruta invertida implica rastrear las distintas capas que la conforman, los estratos que sus derivas han creado; se trata entonces, no sólo de leer hacia atrás sino también de leer hacia adentro, hacia el adentro del poema, hasta su hueso que supone el cuerpo que falta, la falta que todo poema intenta decir.
Atrás y adentro, genealogía y arqueología conforman una simultaneidad indecidible que nos convoca a entrar en este volumen para recorrer la memoria poética de una de las voces más sólidas y prolíficas de la nueva generación de poetas venezolanos.
Al elegir la inversión cronológica como modo de ordenar su producción poética, se arriesga a avanzar hacia atrás, a subvertir la idea de progresión que toda obra reunida o completa supone, y proponer la de retrospección, la reescritura, la excavación como otro modo de volver a la propia memoria poética y mirarla críticamente.
Verbos predadores es también la historia de una voz y de cómo esa voz aprende a hablar múltiples lenguas que se articulan en cada poemario para mezclarse, citarse, combinarse, traicionarse.
Voz inconforme que experimenta registros discursivos distintos, que explora temáticas diversas –el origen, la familia, el desarraigo, la cultura burguesa, la maternidad, la relación amorosa, la enfermedad, la muerte, la cotidianidad, entre otros–, que no se satisface diciendo "yo" –si bien muchas de la obras se enuncian desde la primera persona singular– sino que necesita asumir la deuda con el "nosotros" que lo constituye.
Voz que se declara en falta y que se construye a partir de esa falta pero que no se complace ni se regodea en su desnudez –existencial, cultural, afectiva–; no apela a la carencia y "a la intemperie definitiva" para justificar su desacomodo y orfandad, sino más bien encuentra en lo incompleto y precario, en lo que se resiste a la permanencia, un desafío.
Aquí no hay lamento ni resignación ante la incertidumbre y el fracaso que conforman la realidad y el ser; tampoco frustración por no alcanzar la plenitud del canto. "Andar a tientas" es para Goldberg un modo de hablar; "la errancia", una forma de escribir ("la errancia está en el poema que rumia infeliz"); "el temblor", un modo de desafiar los lugares comunes del sentido ("...si no temblara no escribiría...
"). El poema "siempre está de paso" tanto como el yo poético que busca las raíces de su sangre para mostrar su inconformidad ante la herencia –familiar y cultural– que lo constituye. "Me empiezo a mitad" dice esta voz que reconoce en el entre-lugar su espacio y su nicho: estar "entre" las cosas, habitar el "entre" del lenguaje implica una resistencia al relato totalizador que se cierra sobre sí mismo con la pretensión de revelar una verdad, también una resistencia a la permanencia como estado de satisfacción y plenitud.
Goldberg desenmascara trampas y rituales que "sujetan" al individuo en roles y convenciones que lo hacen "ser"; desmiente, deconstruye, sospecha de las certezas y de las verdades que nos constituyen y de nuestra complicidad con aquellos credos y valores que nos aseguran un lugar: "De la hoja de la vida todo debe ser desmentido/para que permanezca"; reconoce la insuficiencia del lenguaje para traducir la realidad y no se rinde ante este límite, sino más bien, lo aprovecha para aprender a hablar de otro modo, cada vez.
La suya es una poética del desacomodo y de la inconformidad: aquí la madre, la hija, la nieta, la amante, la escritora, la mujer, la extranjera, se miran a sí mismas con ojo vigilante; capturan el punto de quiebre, la rasgadura que atraviesa el edificio que habitan; se saben deudoras de una herencia e intentan responder a la responsabilidad que ese legado exige mostrando la necesidad de interrogarlo y asumirlo de una manera crítica.
En este sentido, la obra de Goldberg dialoga de cerca con otras voces de la poesía venezolana contemporánea como las de Yolanda Pantin, Martha Kornblith, Carmen Verde, Beverly Pérez Rego, Gabriela Kizer y traza una conexión imprevista con poetas como Vicente Gerbasi y Antonia Palacios.
Su poesía nos interpela desde distintos lugares y espacios; nos muestra cómo "la escritura aminora los verdaderos hallazgos"; cómo sus manchas y fracasos cuestionan la transparencia del lenguaje ("Los poemas taladran/con su marasmo de infamia definitiva"); cómo "la sed" y "el desierto", la enfermedad y la intemperie son condiciones para adquirir una experiencia más crítica de uno mismo y de la palabra con la que el sujeto se nombra. Acercarse entonces a Verbos predadores es al mismo tiempo, leer todos los poemarios de Jacqueline Goldberg y leer un nuevo libro que reescribe los anteriores para darles otra vida, para mostrar que en la "repetición" de la palabra, en el regreso de una escritura a su memoria hay un hallazgo: descubrir el carácter abierto del pasado y de sus obras, su potencial inédito e imprevisto que muestra cómo el sentido de la palabra poética todavía está por decirse.
Publicado en Papel Literario, El Nacional, 7 de julio de 2007
Prólogo a la antología Una sal donde estoy de pie.
Universidad Católica Cecilio Acosta, Maracaibo, 2004.
Prólogo a El orden de las ramas.
Ediciones Torremozas, Madrid, 2003.
Revista de Cultura Lateral. Barcelona, España,
Nº 120. Diciembre, 2004.
El hilo de la voz, antología crítica
de escritoras venezolanas del siglo XX.
Fundación Polar, Caracas, Venezuela, 2003.
Presentación a la lectura Memoria, lengua y palabras:
Prosa y poesía en la biblioteca.
Biblioteca de Broward, Florida, Estados Unidos, 2003.
Navegación de tres siglos
(antología básica de la poesía venezolana 1826/2002).
Fundación para la Cultura Urbana, Caracas, 2003.
El coro de las voces solitarias. Una historia de la poesía venezolana.
Editorial Sentido. Caracas, 2002.
«Las vastedades del adiós.»
Verbigracia, El Universal, Caracas,
12 de octubre de 2002.
Revista Nacional de Cultura.
Año LXII/2001/Nº 319. Venezuela.
Las palabras de Miriam,
Ediciones Torremozas. Madrid, 1999.
Venezuelan Jewish Women Writer and the Search for Heritage.
Passion, Memory and Identity:
20th Century Latin American Jewish Woman Writers.
Edited by Marjorie Agosin,
University of New Mexico Press, USA, 1998.