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Jacqueline Goldberg ANTE LA CRITICA

Limones en almíbar
Por Francisco Javier Pérez

Cada nuevo libro de Jacqueline Goldberg supone un paso más en la búsqueda de nuevas formas de entender la poesía. Y, aquí, el asunto no es de si se trata de poesía venezolana o de cualquier otra parte. El asunto es tal porque trata de la poesía como forma universal de asir el mundo en corazón y razón. Poesía que no se encarcela en ninguna entidad nacional, regional o local. Poesía que no es ni provocación ni tópico. Poesía que habla en voz alta y nueva sobre lo que la poesía finalmente quiere y es.
De esta suerte, sus últimos trabajos, esos que comenzaron a aparecer después de Verbos predadores, la poderosa antología de su producción desde 1986 hasta 2006, cuando se creía que después de esa obra culminante ya no tendría nada que decir, fueron apareciendo y asombrando Postales negras, con su lengua que mira, en 2011, y la novela Las horas claras, en 2013; primera incursión en las arenas movedizas de la narración. A esta lista de asombros y apariciones pertenece Limones en almíbar que hoy estamos comentando. Toma, finalmente, su lugar la lengua que degusta, que deglute, que devora.
Representa como novedad incuestionable el maridaje entre verso y alimento, entre carne y verbo, entre palabra y paladeo, entre lengua y voracidad. Sin duda los acercamientos son singulares y producen efecto placentero y de satisfacción, aun en sus momentos más cruentos. En otra lectura, han sido estos, dominios frecuentados por la mejor literatura, en donde la comida que es la vida es vista como deglución del mundo y en la que el mundo se entiende tal como organismo devorador (habría que recordar ese seductor Cocinando con Marcel Proust, que en español publicara la Editorial Alianza décadas atrás).
Libro para gastrónomos y para filósofos, hace de la cocina, de sus materias primas y de sus acciones, necesidad de vida y comprensión, quizá los dos intereses más grandes del hombre.
Libro de referencias, sus versos permitirían, con sobrada facilidad, ejecutar algún platillo seductor o algún aderezo encantador. Es el caso del poema 29, en donde encontramos la lírica receta de la salsa tártara: “a doscientos gramos soltemos/ limón sal ajo perejil queso rallado/ mostaza de Dijon tabasco salsa inglesa/ aceite de oliva y vinagre balsámico”.
Libro de metáforas, sus versos anunciarían, con extrema dificultad, la comprensión dolorosa de una visión del mundo que entre almibarados sabores nos conduce a los más espinosos y desabridos del tiempo y del lugar y, ajeno a todo juego verbal, del ser y la nada. Los verbos predadores se engalanan en este libro: “la carne entre los dientes cierra la tarde/ el llanto debe durar un par de madrugadas// no hay vereda sino secreto/ la culpa será asunto de antropólogos”, en el poema 45; el axioma perturbador: “todo nace del desastre”, en el poema 48; el reclamo de salvación que nunca llega, del numeral 49: “se trata de anhelar un exilio/ sin ambigüedad/ aquí mismo”; el retrato del tiempo: “hay cimas en peligro de deslave”, en el número 52. En los poemas 55 y 56, últimos del libro, las señales aparecen meridianas y paralelas: “nada comprendimos/ salvo la fatiga que nos persigue desde la sal”; “no más artillería en la boca/ hogazas en el dorso de la mano// no más sables envenenados// la voracidad pasa en el claro momento de esta tiniebla”. Un poco antes, en el poema 51, ese que versa sobre el comer ojos, todo queda dicho sobre la experiencia humana: “quien come ojos/ termina entrando a ciegas// son digeribles/ ojos de vaca/ buey/ pescado/ rana/ erizo/ calamar// humanas pupilas han de ser agrias/ han visto demasiado”.
Libro de expiaciones e infortunios, como la cocina misma, teoriza sobre los libros de cocina en el poema 53: “un libro de cocina se lleva a la cama/ se manosea/ abierto sobre el vientre/ se mancha/ se lame/ se le dicen palabras soeces.// sus líneas han de ser mandato/ sus secretos ventana// un recetario escucha lo prohibido/ se abre al azar/ oráculo// hay que dejarse llevar por sus blancos/ saborearlo con una sola mano/ que de sus páginas broten aceitunas/ hagan crema la piel// que la melaza resbale/ en ardidos vocablos/ limpie arrugas/ desdiga inocencia y afanes”. Leyendo este texto, me pregunto, si sus definiciones de los libros de cocina no serán en suma la de todos los libros verdaderos.
Libro de homenajes, dedica el poema 49 a la memoria de la escritora Michaelle Ascencio, tan luminosa, tan jovial, tan recordada, tan querida, tan necesaria.
Todos se preguntarán qué otros libros estarán anidados en este libro de “limones en almíbar”, pues, cómo dudarlo, un libro de “limones en almíbar”, cuyo relato encontramos en el poema 54, brillo del símbolo mayor de esta obra, ese de la acidez y de la dulzura, ese de los equilibrios y las contemplaciones, ese de los placeres y los días. También, el del olvido de la historia y de la labranza del frío. Ese de la mejor existencia que se resuelve como dicen sus versos: “primero dulzor/ primero amargura/ primero ambos”.
Este precioso libro, en preciosa y preciosista edición de Oscar Todtmann, nos recuerda permanentemente que los libros son muchos libros, que las vidas son muchas vidas y que los hombres no son solo placer o desdicha, sino, esperanzadoramente, limón y almíbar.

Publicado en El Nacional, 15 de diciembre de 2014


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Limones en almíbar
Por Ocarina Castillo D’Imperio

Sabida es la importancia multi- dimensional que tiene la alimentación en nuestras vidas, en la medida en que nos nutre, sacia y da placer. Y más específicamente, los significados sociales, simbólicos y comunicacionales que encierra el hecho de cocinar, en la medida en que "metamorfosea" valores, códigos, contenidos y representaciones sociales, convirtiéndose en un importante elemento de diferenciación social y en marcador de identidades familiares, locales, regionales, nacionales e incluso religiosas, siendo quizás en este plano donde su valor simbólico adquiere mayor visibilidad y alcance.
Cocinar es una actividad especial, suerte de bisagra entre lo corporal y lo espiritual, para decirlo en palabras de L. Feuerbach, filósofo alemán autor de la frase "el hombre es lo que se come", la cocina expresa adecuadamente lo que él define como "sensualidad", entendida como ese punto de unión de cuerpo y alma, del espíritu y la materia. Un espacio por naturaleza íntimo, pero que adquiere su plenitud en el compartir.
Pero la cocina es el espacio de las emociones, la magia y la vida y así ha sido reconocida a lo largo de la historia.
Se habla de la cocina como una suerte de "alquimia", en la medida en que supone también un universo ordenado: "...un sistema cerrado, esotérico, dotado de rituales y reglas extrañas e incompresibles para los no iniciados (Zuly Usme, 2011). Pero esa alquimia no sólo transforma ingredientes, sabores y materias en manjares, banquetes, puro disfrute sensual, sino que comporta una magia especial en virtud de la cual todo aquello que comemos se transforma en nuestro interior, o mejor como diría Rubem Alves se "trasmuta" y pasa a formar parte de nuestro cuerpo, células, psiquis, memoria y afectos. Es éste un proceso complejo y profundo que por el hecho de ser cotidiano y reiterado varias veces al día, no debe ser banalizado ni invisibilizado. Así pues, podríamos decir que en la cocina se junta lo mítico y lo místico.
Las herencias de nuestras ancestralidades con la magia que satisface, hechiza y da placer. Gracias a ese embrujo en torno a la mesa, nos seducimos, dirimimos conflictos, sellamos acuerdos, imaginamos el futuro.
La cocina puede ser entendida como el espacio de los sabores y de los saberes, que vienen de una misma raíz etimológica: sapor-saporis y nos hablan de la naturaleza, de las circunstancias en las que vivimos, de nuestro cuerpo, del placer. Ya lo decía Sor Juana cuando desgranaba entre cazuelas "sus filosofías de cocina". Si Aristóteles hubiese guisado, mucho más hubiera escrito. Así que no es de extrañar que existan múltiples relaciones entre las letras y la cocina, y más estrechas aún con la poesía, pudiendo entenderse la cocina como arte poético, o la poesía como una forma de guisar. Rubém Alves define a la poesía como el discurso de la fruición, de la unión mística y al reconocer que en la poesía y en la cocina habita la magia, declara que los ojos de la cocinera, son iguales a los ojos de un poeta.
Diversos autores abordan desde distintas perspectivas, esta relación y la plenitud que da el placer. Adolfo Castañón, amante de las palabras y de la buena mesa, señala en uno de sus textos, que tanto en la creación poética como en la culinaria, es imperativo leer con la lengua, que puede ser nostálgica (dogmática, provinciana y sedentaria), pero también aventurera (va en pos del sabor al garete, ávida, nómada, curiosa). Con la lengua se leen ingredientes, mercados, platillos y se activan los verbos saborear, probar, disfrutar, degustar, paladear, chupar, morder: todos ellos nos hablan de la sensibilidad. La poesía y la cocina, si bien surgen de la interioridad y la intimidad, no logran realizarse plenamente sino en la alteridad y en el compartir, sobre todo en ser leído por otro, aprehendido por otro, consumido por otro. Así pues, comer con los ojos, mirar con la lengua...
Limones en almíbar (Oscar Todtmann Editores, 2014) nos lleva al espacio de la interioridad de Jacqueline, al calor de su cocina de familia, del hogar como espacio esencial, de los recuerdos, fantasías y afectos. A través de los 56 poemas, nos invita a recorrer situaciones, ingredientes, preparaciones y celebraciones que dan cuenta de una historia, de relaciones sentimentales y personajes entrañables, de momentos especiales de la vida: allí están presentes el padre, la relación madre-hijo, la longevidad, el amor, el exilio, la escasez, la amistad femenina y un sinfín de eventos y rostros, gustosamente salpimentados y en petitoria con la cotidianidad de los calderos y sartenes.
Allí nos reencontramos con nuestra condición de omnívoros, rociada en diversos contenidos interculturales: los hipocampos de Beijing, la mesa hebrea, los moluscos que se "manducarían fritos", todo contado a través de un lenguaje que atrapa, que encanta. Su palabra nos pasea magistralmente por los aromas y colores del sabor: pensamientos, violetas, canela, azafrán, mostaza, pimienta, cúrcuma, achiote. Si me lo permiten, confieso que sus versos me llevaron a la infancia, cuando con ojos curiosos seguía las peripecias de mi abuela, quien cocinaba en una enorme olla de cobre unos espléndidos limones verdes. Horas después ella nos servía amorosamente esos limones, que una vez cocidos se habían transformado, en pura miel, puro sabor, sin amargor, sin resentimientos. Limones como la vida, almíbar como la vida.



Publicado en el Diario Tal Cual, febrero del 2015


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La poesía y su doble
Por Luis Moreno Villamediana

Parece inevitable repasar Verbos predadores (Caracas: Equinoccio/Universidad Simón Bolívar, 2007) como un ejercicio de reversiones y avances. En este contexto, la palabra ejercicio no tiene que ver con una deseada destreza sino con la pura fluctuación: lo que a Jacqueline Goldberg le interesa es el itinerario—el complejo mapamundi y sus imprecisiones—y no el mero cumplimiento ni el cierre. Leer las declaraciones de la autora al comienzo del libro supone enfrentarse solamente a una posibilidad: “porque defiendo la poesía como proceso, como mirada que sólo desde el presente es capaz de descifrar su voz pasada, es que presento mis libros partiendo del más reciente—hasta ahora inédito, culminado en 2006 y que da título a este volumen—hasta llegar al inicial, editado en 1986” (14). Ese recorrido es unívoco y quizá inconveniente, porque se fundamenta en una ecuación parcializada: la poética como glosa autobiográfica. Esa elucidación retrospectiva tiene, sin embargo, una ventaja: demuestra que en toda época lo personal es inestable. Acatar el proceso que Jacqueline Goldberg propone implica, por eso, una primeriza conmoción; al trastocar el orden de presentación de sus libros, por la razón que sea, ya se nos dice que la cronología no es un valor absoluto, que la genealogía puede ser admitida únicamente como tesis movible. A partir de tal aceptación, no es una destemplanza indicar que Verbos predadores de hecho reivindica el procedimiento que se llamó bustrófedon—un régimen que continuamente apela al intercambio de la portada y del colofón; en fin, lo transitado.


En ese proyecto de lectura, un imaginario punto medio vale tanto como cualquier cota. De los trece libros de poesía de Jacqueline Goldberg, Trastienda (1991) es el número siete; de los veinticinco poemas de esa obra, éste es el número trece:


LLEGO SEDIENTA
buscando algo triste

un bolero
quizá (247)


La superstición numerológica es menos importante aquí que la gramática. A diferencia de otros textos, en esas líneas la brevedad no es omisión. En los primeros libros de Goldberg, en muchas ocasiones se puede sentir que aquello que parece contención resulta, más bien, escamoteo: lo ausente no es en verdad una sospecha del universo confuso e inagotable, sino la profesión de una literatura retraída. En las líneas citadas hay una narrativa: se logran adivinar el desamor y la dubitación sin necesidad de enfrentar los pormenores de una historia. Hay, además, una simetría en las estrofas y una confrontación de contenidos: al inicio, la seguridad del deseo y la aflicción; después, el titubeo ante el remedio. En el adverbio final se reúne un principio de escritura.


Lo que se pueda revisar a partir de ese hito, en cualquier dirección, a lo mejor confirma algunas intuiciones. En Luba (1988), la trayectoria de una migración se declara incompleta; como su abuela, Goldberg es una extraña cuya herencia ha sido truncada. En fragmentos simultáneamente vitales y verbales se llega a descubrir lo que se es, con toda su carga de sombra y de miedo. En La salud (2002), la parcialidad es orgánica: el cuerpo es una máquina imperfecta, desechable, punible; su descomposición es la mejor señal de una poética que se resiste a la simple eficacia o a la belleza simple. En Máscaras de familia (1991), el futuro es la reiteración de la necedad y el desconsuelo, y el pasado, un simulacro absurdo; el instante en la justa mitad es un estadio crítico, la utopía conformada por la parodia de la ilusión y la nostalgia. Lo que hubo antes se configura como una leyenda indiferente, lo que sucederá puede ser una venganza personal—la materia propia tomando el lugar del mito fundador. Así se define en la obra de Goldberg la depredación.


En libros como Autopsia y Verbos predadores, ambos de 2006, el cuerpo y su fragilidad son el origen de “las resonancias y los balbuceos”. La expresión es de Artaud: con ella compendia algunos elementos que ha de rastrear el teatro en tanto que espectáculo de una tentación. La voluntad de Jacqueline Goldberg no es distinta en las páginas de esos poemarios. La anatomía y el texto son para ella la escena de la peste: “De pronto la boca del poeta se cuaja de larvas” (21). En diversos poemas de título parejo, “Poética”, lo que leemos es justamente el recuento de cierta crueldad sufrida o propiciada: la ferocidad del exilio y la orfandad, del abatimiento y el repudio, del efímero poema. Esas líneas hacen más evidente la abundancia de todos los tanteos, con su carácter de trabajo a la vez revelado y pendiente. Lo que define esos libros es, pues, el doble signo de cuerpo y poesía—de corrupción y de sublimidad. Como buena ilustración, las páginas de Autopsia saben combinar la nota periodística y el Viejo Testamento. La impureza propugnada por la sabiduría antigua es resarcida por eventos más recientes: en una parte leemos la historia de la mujer que convivió por varios días con el cadáver de su hermano. En esa avenencia se puede abreviar la tentación, aceptada, de la labor de Goldberg.


Creo que la profundidad de Verbos predadores, tanto el volumen individual como la colección de libros, consiste en esa apología de la vacilación literaria y somática. De algún modo, en su espacio se le restituye a la ruina su objeto formativo, su impulso de negativa energía constructora: “Toda destrucción es conmovedora, incluso aquella que dormita en los árboles y devasta la honrosa estación de los relámpagos”, constatamos en un aparte de El orden de las ramas (110). Lo que emerge de allí es, contradictoriamente, tal vez, el vigor de la propia defección. Lo que Jacqueline Goldberg pueda haber abandonado se convierte en sistema: un plano acucioso de lo que retorna. Si leemos de tapa a contratapa, si empezamos del centro y nos quedamos, si revertimos cualquier plan elegido, cada vez nos topamos con el oxímoron de la poesía que al desaparecer se queda al descubierto—“un rumor lengua adentro” (55). Por varios años ya, Jacqueline Goldberg ha señalado “el verdor del aniquilamiento”, la fecundidad de todo cataclismo, aun el suyo: he allí su dignidad.

Publicado en http://500ejemplares.blogspot.com


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Palabras sobre palabras
Las poéticas de Jacqueline Goldberg
Por Franciscpo Javier Pérez

El título inaugura la perturbación. Atractivo y terrible, Verbos predadores (Editorial Equinoccio, Universidad Simón Bolívar/ Editorial Boker, 2006), un libro de libros que reúne toda la poesía publicada por la escritora desde 1986 y hasta 2006, quiere ser visto como sumatoria de una poesía y una poética alcanzadas para sintonizar con lo mejor de la literatura venezolana del presente. Una y otra, poética y poesía, corren en persistencia en las páginas de esta obra de alta tesitura y ánimo voraz. El libro que da título al libro, Verbos predadores, último de los escritos y escrito de ultimaciones, anuncia el límite metabólico de una poesía que está al límite de muchas digestiones ganadas a mordiscos por palabras que devoran todas las seguridades de la felicidad y rumian todas sus implacables desesperanzas. 

Cinco textos de idéntica sintagmática anuncian una guiatura para la parca y sublime gestión de entender la poesía y de invocar su personal epistemología; una forma que ve el mundo por medio de formas. Dados todos los riesgos, esta poesía teoriza convencida y solazada en un saber incuestionable, cosechado por un dolor recuperado "para que el libro crezca en el libro". El poema es una estructura que dicta infortunios hacedores de acertijos y de cavidades tupidas de mapas del espíritu. La caligrafía del poema calca la dicción del escriba que no es más que una ilegible "invalidez boreal", sólo posible con el auxilio de otros que propician el deletreo. El poeta reconoce que escribe llevado por temblores y que con ellos logra remontarse con adustez e insolencia. 

El ojo científico deviene en lo no visto ("Nunca vi sembradíos de azafrán,/ ni sus quejas bastardas"), en los colores del oráculo ("Más rojo es el augurio que la ceguera"), en las carencias de los manuales ("nunca advierten/ el desenlace de un reo cuando escampa") y en la fascinación por los falsos nombres (que "tuercen un mundo sin favores"). La teoría pasa a valorar los libros de poesía como entidades que "no cesan", "no conducen" y "no propician". Cada libro de poesía es, en efecto, "amasijo de crispaciones" y "pedregal ojeroso de la tribu".

Nacida para depredar, esta poética de reconocimientos se jacta ahora de haber arado los poemas y de que estos sean siempre una huida forjada en la cintura y no en los pies, "como creen los abandonados". El poema es una infeliz bestia desertora que siempre está de paso. "Finalmente las historias más terribles se decantan/ y un precipicio mana del titubeo", reza en el pórtico de la poética final. "Así se vierte el otro en nosotros:/ de la angustia a la holgura", parece ser la coda bondadosa. "La identidad está en el pelaje del libro,/ no en los argumentos,/ ni en magros antónimos/ que desvestimos de futuro o cansancio" y, de nuevo, el libro animal queda reconocido por su pelaje. 

Cumplida y agotada la misión sangrienta, ¿quedará salvación por la palabra, toda vez que son los verbos los que predan la existencia? He aquí una poesía que descree de la renuncia de la vida en el poema y que reniega de la postergación del sufrimiento tras la estética. La hora de la agonía ha llegado y esta magnífica poesía nos lo recuerda sin contemplaciones. Anunciar la verdad carnívora es su meta.

Publicado en El Nacional, 21 de julio del 2008




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Un rumor lengua adentro
(texto de presentación del libro, realizada el 3 de julio de 2007)
Por Gina Alessandra Saraceni

Una obra reunida no es una obra completa: es un trayecto abierto que traza "el tiempo de la escritura" de un autor, que da cuenta de las cristalizaciones y devenires de esa escritura, a la vez que de sus faltas y promesas, de lo que está a la espera de ser escrito.


Una obra reunida es también una autobiografía de sí misma, de su ser en–obra y de su hacerse obra: continuum que no aspira al punto final sino al desplazamiento y a la búsqueda que dejan abierto el espacio de la palabra, que hacen de la palabra el lugar de un porvenir inconcluso.


Verbos predadores (20061986) reúne la obra poética de Jacqueline Goldberg desde su último poemario que aparece publicado aquí por primera vez y que da el título al conjunto, hasta el primero escrito hace veinte años. Se trata de un libro que escribe su propia arqueología y que invita al lector a recorrer el lento hacerse de una obra poética a través de un movimiento retrospectivo, una lectura hacia atrás que recorre el cuerpo de la escritura desde su voz más reciente hasta su primer balbuceo.


Obra que cuenta su genealogía y se arriesga a mostrar las continuidades, obsesiones, hallazgos que tejen la trama de su historia; libro que se reescribe a sí mismo a través de un trayecto invertido que desde el presente avanza hacia el pasado como si desandar el camino de su construcción fuera un modo de mirarse a sí misma a través de "una posterior clarividencia" capaz de capturar lo que en su momento no se pudo ver, lo que sólo el futuro puede revelar.


Leer la obra de Jacqueline Goldberg según esta ruta invertida implica rastrear las distintas capas que la conforman, los estratos que sus derivas han creado; se trata entonces, no sólo de leer hacia atrás sino también de leer hacia adentro, hacia el adentro del poema, hasta su hueso que supone el cuerpo que falta, la falta que todo poema intenta decir.


Atrás y adentro, genealogía y arqueología conforman una simultaneidad indecidible que nos convoca a entrar en este volumen para recorrer la memoria poética de una de las voces más sólidas y prolíficas de la nueva generación de poetas venezolanos.


Al elegir la inversión cronológica como modo de ordenar su producción poética, se arriesga a avanzar hacia atrás, a subvertir la idea de progresión que toda obra reunida o completa supone, y proponer la de retrospección, la reescritura, la excavación como otro modo de volver a la propia memoria poética y mirarla críticamente.


Verbos predadores es también la historia de una voz y de cómo esa voz aprende a hablar múltiples lenguas que se articulan en cada poemario para mezclarse, citarse, combinarse, traicionarse.


Voz inconforme que experimenta registros discursivos distintos, que explora temáticas diversas –el origen, la familia, el desarraigo, la cultura burguesa, la maternidad, la relación amorosa, la enfermedad, la muerte, la cotidianidad, entre otros–, que no se satisface diciendo "yo" –si bien muchas de la obras se enuncian desde la primera persona singular– sino que necesita asumir la deuda con el "nosotros" que lo constituye.


Voz que se declara en falta y que se construye a partir de esa falta pero que no se complace ni se regodea en su desnudez –existencial, cultural, afectiva–; no apela a la carencia y "a la intemperie definitiva" para justificar su desacomodo y orfandad, sino más bien encuentra en lo incompleto y precario, en lo que se resiste a la permanencia, un desafío.


Aquí no hay lamento ni resignación ante la incertidumbre y el fracaso que conforman la realidad y el ser; tampoco frustración por no alcanzar la plenitud del canto. "Andar a tientas" es para Goldberg un modo de hablar; "la errancia", una forma de escribir ("la errancia está en el poema que rumia infeliz"); "el temblor", un modo de desafiar los lugares comunes del sentido ("...si no temblara no escribiría...


"). El poema "siempre está de paso" tanto como el yo poético que busca las raíces de su sangre para mostrar su inconformidad ante la herencia –familiar y cultural– que lo constituye. "Me empiezo a mitad" dice esta voz que reconoce en el entre-lugar su espacio y su nicho: estar "entre" las cosas, habitar el "entre" del lenguaje implica una resistencia al relato totalizador que se cierra sobre sí mismo con la pretensión de revelar una verdad, también una resistencia a la permanencia como estado de satisfacción y plenitud.


Goldberg desenmascara trampas y rituales que "sujetan" al individuo en roles y convenciones que lo hacen "ser"; desmiente, deconstruye, sospecha de las certezas y de las verdades que nos constituyen y de nuestra complicidad con aquellos credos y valores que nos aseguran un lugar: "De la hoja de la vida todo debe ser desmentido/para que permanezca"; reconoce la insuficiencia del lenguaje para traducir la realidad y no se rinde ante este límite, sino más bien, lo aprovecha para aprender a hablar de otro modo, cada vez.


La suya es una poética del desacomodo y de la inconformidad: aquí la madre, la hija, la nieta, la amante, la escritora, la mujer, la extranjera, se miran a sí mismas con ojo vigilante; capturan el punto de quiebre, la rasgadura que atraviesa el edificio que habitan; se saben deudoras de una herencia e intentan responder a la responsabilidad que ese legado exige mostrando la necesidad de interrogarlo y asumirlo de una manera crítica.


En este sentido, la obra de Goldberg dialoga de cerca con otras voces de la poesía venezolana contemporánea como las de Yolanda Pantin, Martha Kornblith, Carmen Verde, Beverly Pérez Rego, Gabriela Kizer y traza una conexión imprevista con poetas como Vicente Gerbasi y Antonia Palacios.


Su poesía nos interpela desde distintos lugares y espacios; nos muestra cómo "la escritura aminora los verdaderos hallazgos"; cómo sus manchas y fracasos cuestionan la transparencia del lenguaje ("Los poemas taladran/con su marasmo de infamia definitiva"); cómo "la sed" y "el desierto", la enfermedad y la intemperie son condiciones para adquirir una experiencia más crítica de uno mismo y de la palabra con la que el sujeto se nombra. Acercarse entonces a Verbos predadores es al mismo tiempo, leer todos los poemarios de Jacqueline Goldberg y leer un nuevo libro que reescribe los anteriores para darles otra vida, para mostrar que en la "repetición" de la palabra, en el regreso de una escritura a su memoria hay un hallazgo: descubrir el carácter abierto del pasado y de sus obras, su potencial inédito e imprevisto que muestra cómo el sentido de la palabra poética todavía está por decirse.



Publicado en Papel Literario, El Nacional, 7 de julio de 2007


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Verbos predadores

Por Jason Maldonado

Una de las principales palabras que se me ocurre para referirme a la poética de Jacqueline Goldberg es “contundencia”, y la inevitable pregunta cómo es posible lograr dicha contundencia con esa brevedad tan aplastante. Siempre supe quién era, de sus libros y otros etcéteras, pero vaya usted a saber por qué nunca la había leído. Llega a mis manos Verbos predadores (por cortesía de la Editorial Equinoccio la cual está haciendo un trabajo formidable) y he quedado prendado de una poética única y me atrevo a decir que inalcanzable. Tuve la suerte en días recientes de charlar con ella un rato y le dije personalmente cómo era posible que me hubiera perdido todo este tiempo de su trabajo…
En todo caso y saliendo de la anécdota, esa contundencia a la que me refiero va turnando en su quehacer semántico diversas emociones que van desde las producidas por el exilio, hasta el desamor, desde la muerte hasta la vida fatua, del doloroso amor de madre: Cómo explicar al hijo recién venido de los caudales / que la muerte es un músculo ejercido sin utensilios, dice en su poema “Oficio de guardián”; al doloroso amor de mujer: SI QUEDARA UN HOMBRE / uno sólo para después / y la eternidad, dice en su libro Víspera.
Diversos sentimientos van recorriendo toda la poética de Goldberg en esta antología que tiene la ventaja de permitir ver el cruce de las emociones a lo largo de todos los libros allí presentes, en donde hasta el porvenir es una maldición sobrentendida / de la cual deberemos reponernos, tal como dice en “Lodazal”.
De un libro a otro la palabra ejercida en su poética es precisa y en ningún momento resulta azarosa dentro de cualquiera de sus versos. Su yo poético es evidente, directo, reafirmándose en su carácter de voz hablante. Un yo sumamente intimista, solitario y remoto que no extraña, que se ve a la distancia hasta con gracia: TUVE PECHOS HERMOSOS / que columpian / como milagro enardecido… tuve / por decir la verdad / tesoros nefastos / que ya no extraño. Tesoros de la juventud que quedan en el pasado más no en el olvido y que transmuta la sublime esencia de su placer en tristeza: HASTA HACE MUY POCO / cavé fosas en estratégicos puntos de mi piel…en mis dedos / garrotes audaces / que entonces tenían el triste atrevimiento / de convocar la caricia.
En el poema “El don o el murciélago” la poeta dice que “los poemas taladran” y es justo eso lo que Jacqueline Goldberg hace a través de sus letras, es una constante en su trabajo, un taladrar que hace reflexionar y sentir para beneplácito del lector. Una poesía además que parece auto corresponderse en su propia inmanencia ante lo que transmite, como bien se hace notar en los siguientes versos de “Poética”: La enrancia está en el poema que rumia infeliz. / Y el poema, más allá, / bestia vidriada, conjetura desertora, siempre está de paso. La poesía como algo transitorio pero que deja una huella imborrable a pesar de esa “vidriocidad”, y es justamente eso, el juego de la palabra y el verso que está en un límite constante, en un borde que puede significar esto o aquello, ser felicidad o tristeza al mismo tiempo, ser una “conjetura desertora” o un hecho fáctico.
Son muchos los temas que podemos hallar en Verbos predadores, enfermedad y familia, nostalgia y hastío, pero todos sin duda manejados con una destreza consumada en la palabra que sorprende por el laconismo tan propio de un haikú. Jacqueline Goldberg en uno de sus poemas dice que hablar de uno / avergüenza...y eso / eso jode, sin embargo no sé que opina cuando los demás hablan más que de ella, sobre su trabajo. Lo menos que puedo hacer es reiterar mi admiración por el encuentro con su poesía y cerrar con uno de sus poemas.

DEBERIA BAÑARME MUCHAS VECES
hasta desgastar
los lugares atravesados
por su lengua

decir
que sudo pesadillas
que no existo
que me arrepiento

pero no me arrepiento

Librería Sónica: Marzo del 2009.


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De una entrevista a Enrique Vila-Matas
El grupo de Facebook "Leyendo a Enrique Vila- Matas" hizo en 2009 una entrevista en línea al escritor español. Y en ella nombra a varios poetas venezolanos, incluida Goldberg:
G.- Entiendo que ha leído y conoce personalmente a escritores venezolanos como Ednodio Quintero y Victoria di Stefano. En alguna oportunidad ha reconocido el valor literario de sus obras. Me gustaría saber si ha tenido oportunidad de leer a otros escritores venezolanos actuales y qué opinión tiene -de tenerla- de sus trabajos?
EVM. Rafael Cadenas, Luis Moreno Villamediana, Antonio López Ortega, Ana Teresa Torres, Alberto Barrera Tyszka, José Balza, Norberto José Olivar, Lidia Salas, Daniel Centeno, Jacqueline Goldberg, Juan Carlos Méndez, Edgar Borges son algunos de los autores venezolanos que he leído con sumo interés. Era, por otra parte, un admirador del magnífico Eugenio Montejo. Gran poeta, sin duda. Tan grande como Cadenas, por supuesto. Y como Luis Enrique Belmonte, un joven genio. Ya desaparecidos, Oswaldo Trejo, Pedro Berroeta, Adriano González León, fueron escritores que traté y que en su momento me impresionaron literariamente, por diversos motivos.

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Un alegato a favor del desencanto
Por Harry Almela

El domingo 28 de junio de 1998, el Papel Literario del diario El Nacional daba continuidad a la serie El cuaderno de Narciso Espejo con un testimonio de Jacqueline Goldberg, acompañado de una fotografía de su temprana infancia. El texto lo dice todo. No sólo acerca de la fotografía en cuestión. Aquí están todas las pistas, todas las virtudes que su poesía ha conseguido a lo largo de los años. Dice el texto:
Una piscina puede ser cualquier hondura. Un transparente rectángulo apostado con lujos de cloro entre los jardines de un gran hotel. Un diminuto círculo de plástico inflable. Un charco después de la tormenta. O una olla destinada a la lenta cocción de camarones y cangrejos venidos de las orillas del lago de Maracaibo. Cada domingo mi privada piscina abandonaba los fogones desparramándose en el patio de la abuela Luba como rudimentario jacuzzi, áspero acuario donde mi desnudez de fruta asoleada, el jabón, la risa de las tías y la cámara de mis traviesos padres eran los únicos ingredientes de la ya entonces escurridiza felicidad.
Una visión de la escurridiza felicidad es lo que, en fin de cuentas, propone esta poética desde el atalaya de una mujer. Pero no es nuestra intención revitalizar la antigua disputa acerca de la llamada poesía femenina escrita en Venezuela. En cualquier caso, vale la pena señalar lo siguiente: parte de los libros que vamos a comentar conversan con los de algunos publicados por coetáneas de Goldberg, quienes divulgan sus primeros títulos entre los años ochenta y noventa. En estas poéticas, incluyendo la de la autora que hoy nos ocupa, la modernidad literaria se ha sometido a una dura prueba, al ampliar los registros temáticos y la manera de abordarlos. En ellas se pueden leer los alegatos acerca de las preocupaciones vitales y literarias de una generación que, extendiendo los recursos retóricos de las autoras inmediatamente anteriores, profundizaron en la escritura como testimonio. Por una parte, pusieron en escena el cuerpo, la tristeza, la ironía y el monólogo dramático. Por la otra, y esto marca a muchas de esas escrituras, partieron en busca de la recuperación del habla cotidiana en detrimento del habla culta, consagrada por muchas de las poetas anteriores.
Una segunda circunstancia que caracteriza a estas poéticas la constituye el hecho de que sus autoras han disfrutado de los beneficios propios de la cultura citadina, ya sea por la vía formal de la instrucción universitaria o por la vía informal de los múltiples talleres literarios que proliferaron a lo largo y ancho del país en esas décadas. Este acceso a los bienes culturales citadinos implicó, en relación con la generación anterior, un desplazamiento tanto de las materias poéticas como del lenguaje. Debido a eso, las referencias al libro de la cultura están presentes en grandes fragmentos de estas obras. Por otra parte, estas poéticas se desplazaron hacia la interioridad del yo, interesadas en ampliar los horizontes escriturales que tradicionalmente habían sido asignados a lo específicamente femenino. De allí el interés por el cuerpo, por la tradición mitológica que refiere a lo femenino, la preocupación por personajes históricos y el anhelo por testimoniar las dolencias terrenales del amor, en detrimento de un discurso pleno de metaforizaciones de tono idealista que caracterizó a la literatura escrita por mujeres pertenecientes a generaciones anteriores.
Es a partir de estas perspectivas que deseamos conversar acerca de la particular poesía de Jacqueline Goldberg. Autora precoz, su primer libro, Treinta soles desaparecidos, lo publica en 1986 a los diecinueve años de su edad. Su más reciente título publicado, El orden de las ramas, apareció en Madrid en 2003, de la mano de Ediciones Torremozas. Estos dieciocho años de escritura describen una larga parábola que incluye también los siguientes títulos en poesía: De un mismo centro (1986), En todos los lugares, bajo todos los signos (1987), Luba (1988), A fuerza de ciudad (1989), Máscaras de familia (1991), Trastienda (1992), Insolaciones en Miami Beach (1995), Víspera (2000) y La salud (2002). Consideración aparte, pues no serán tocados en estas líneas, merecerán sus libros para niños Una señora con sombrero (1993), Mi bella novia voladora (1994), La casa sin sombrero (2001) y Carnadas, relato publicado en 1998.
Desde sus primeros libros (y esto se ha dicho ya en muchas notas acerca de la autora), la poesía de Goldberg ha estado marcada por la brevedad o, mejor dicho, por la contención. Esta forma, a mi parecer, es muy al uso en poetas que entienden el oficio como una forma del conocimiento y que en Venezuela se corresponde con ciertas líneas poéticas que huyen de lo barroco y lo excesivo. Más interesada en el funcionamiento del artilugio que en comunicar, la brevedad apunta hacia la interioridad del poema. Sus claves reposan casi exclusivamente en los límites marcados por la página, a pesar de su deseo de contactar con el mundo real. De esta contradicción se desprende, en general, esa especie de oscuridad que caracteriza esta forma poética en Occidente. La brevedad busca la consagración del instante, la fotografía mínima del pensamiento y la emoción. Quizás por eso se considere siempre a la brevedad como el filo de una navaja por donde se camina entre los precipicios del logro y del fracaso.
En la poesía de Goldberg, esa oscuridad es evidente en sus primeros libros (Treinta soles desaparecidos, De un mismo centro y En todos los lugares, bajo todos los signos). Pero este juego entre claves internas y mundo real nos parece más la búsqueda de una expresión, la tímida indagación en procura de lo que es, definitivamente, el rasgo principal que caracteriza una obra: la Voz. En este sentido, estos libros nos presentan a un autora más interesada en la estructura y en el precario decir que en su eficacia comunicativa pues, al mismo tiempo, ese decir huye de lo declarativo en beneficio de la contención. Los poemas de esta primera época nos parecen preparaciones para los libros que vendrán. Son ejercicios para la estructura narrativa en la cual experimentará en sus siguientes títulos, donde el tono del desencanto jugará un papel principalísimo.
Logrado ya el dominio de su Voz, la aventura poética de Goldberg se inicia con pasos más precisos en Luba, que narra la saga vital de un personaje que viene del fracaso. En este libro están las marcas y los orígenes de ese viaje hacia el desencanto que apuntábamos anteriormente. Y cuando hemos usado el verbo narrar, planteamos acá una de las características de esta poesía desde este libro en adelante: su deseo de convertir el asunto y la trama en objeto observado desde afuera. Lo que se dice en el poema se presenta como hecho narrado, aun en aquellos donde la voz poética asume la primera persona. Estas narraciones, he aquí el extraño hallazgo que caracteriza a esta voz en el conjunto de sus coetáneas, ocurren justamente echando mano de la estructura del poema breve.
En Máscaras de familia, este proceso narrativo da testimonio de dos personajes, a saber, una madre y su vientre. Ya desde el título asistimos a la desacralización de la maternidad, a la puesta en duda de esa instancia como realización del ideal femenino. En este libro se nos propone un viaje desde lo sagrado a lo terrenal, relatando la historia de una saga familiar desde la esperanza hacia el desencanto.
En su siguiente libro, Trastienda, vamos a asistir a otro proceso de desacralización y en el mismo tono narrativo, pero esta vez el personaje será el de la Amada, como sujeto pasivo del amor. Ahora el texto expone, en distancia, la crudeza de un testimonio donde el yo poético pareciera hablar acerca de otra, cuando en realidad lo hace de sí misma. Además, se ponen en tela de juicio, con su sola enunciación, algunos tópicos burgueses acerca de lo femenino. Esa banalización de tópicos burgueses se desarrollará con más intensidad a partir de este libro.
Insolaciones en Miami Beach marca un punto de quiebre en esta obra. Es quizás uno de los poemarios venezolanos más importantes de esa década, a pesar del estruendoso silencio que acompañó su publicación. Por una parte, y desde el punto de vista del desarrollo de la poética de Goldberg, constituye una profundización en su visión desacralizada de los ritos familiares y de la banalización de los tópicos burgueses. Por la otra, están allí presentes, en toda su crudeza, las maneras y gustos de una clase media muy al uso en nuestro país en las dos décadas anteriores, fascinada por su ascenso y por el acceso a los bienes de consumo que marcan y determinan su membresía, bienes de consumo caracterizados por un pésimo mal gusto y que rozan el kitsch. Por ratos, estos poemas nos hacen recordar aquella película de Robert Altman, Tres mujeres. Hay también en este libro una ampliación del vocabulario poético que, desde ahora, echará mano de palabras poco prestigiadas por la poesía, sea por su sonoridad o por aquello que designan. En esta ampliación reposan las marcas de ese rescate de vocablos cotidianos que caracteriza bien a esta generación de poetas, circunstancia sobre la cual hemos hablado en párrafos anteriores y que nos permitimos ahora explicar con detenimiento. La modernidad literaria heredó de la generación inmediatamente anterior el concepto de poesía como arte del buen decir. Pero, para los escritores de las nuevas generaciones, el vocabulario prestigiado ya era escaso para dar testimonio de otra realidad. Además, en esta aventura se juega la vida el poeta, pues con ese cambio de registros se amplía el horizonte de lectores.
Víspera es el punto de llegada de esta manera de decir, el cual hemos caracterizado por su tono narrativo, su desacralización de los valores de la clase media y el uso de vocablos poco prestigiados por la poesía. Acá toma la escena la madurez, asumida como lo que es, una circunstancia irremediable, que se convierte en reconocimiento de la desolación. La sordidez de las horas perdidas, del recuerdo de los amores en otros cuerpos, el cansancio que causa la repetición de los gestos, la confesión de lo femenino harto de sí mismo, un continuo y doloroso despojarse de las máscaras de la feminidad para asumirse simplemente como cuerpo que transcurre en medio de la desolación.
Debemos finalizar, no sin antes dejar constancia de nuestra admiración por esta poesía que pone en escena un intenso viaje desde la esperanza hasta la desolación, echando mano no de los sentimientos, sino más bien de las exterioridades, de los paisajes, de las muecas y los gestos, tal y como si se tratara de la escritura de un guión cinematográfico. No es sencillo hablar del desamparo. Hacer una poesía desde lo cotidiano y que sepa apuntar hacia lo espiritual desde la estructura de la poesía breve son los signos de esta poesía que constituye un lugar particular en la literatura venezolana contemporánea. Queda ahora esperar, luego de los hallazgos del libro Víspera, una vuelta de tuerca en esta poética que ha sabido desnudar, con dolor y para beneficio de sus lectores, la visión acerca de los vicios y virtudes de una clase social en difíciles trámites de supervivencia.


Prólogo a la antología Una sal donde estoy de pie.
Universidad Católica Cecilio Acosta, Maracaibo, 2004.


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Cegar el halcón
Por Alexis Romero

La poesía del resplandor no habla de impactos humanos. Es un impacto. Verbigracia: El orden de las ramas.
Un libro del ejercicio de la sinceridad del vocablo; donde se ha olvidado cómo se miente; donde el odio es perdonado, atendiendo la infancia del rencor. En cada pregunta y respuesta, en cada afirmación y negación están presente la tragedia y fortuna del árbol: el diálogo de las tensiones; la palabra hambrienta; el silencio aspirando ser cuerpo, pueblo o nación elegidos o despreciados; la voz, dígase destino, excavando qué tanto tiene de hombre, qué tanto de mujer. Se escuchan o se presienten los ruidos del comienzo, de la fe y su decepción inevitable; de la luz humana prostituida, apenas se convirtió en mandato, en opaca costumbre. Se persigue un lugar: la calma de la lengua y el lenguaje en los nichos del deterioro.
Allí donde comienza El orden de las ramas, también sucede el orden del lenguaje; es decir, el orden del espíritu. Aquí no hay poemas, sino la contundencia definitiva de un Poema. Sólo uno. Somos testigos afectados de un quiebre formal; confirmantes de los paisajes temáticos, espirituales y estéticos de este gran y delicado temblor de la poesía latinoamericana, que es Jacqueline Goldberg. Cada elemento gramatical es un siervo: una metáfora de quien siempre ha huido, pero ha respirado una obediencia consciente, voluntaria, amorosa, graciosa. De cada verso nos invade la caída: ser elegido para vivir confrontado, negado, expulsado... Lo radical, lo marginal, lo heterodoxo, encantan. No hay calles para la moda, sino para lo originario. Está ausente la palabra saciedad; presente el vocablo. Por ello este estremecimiento, esta desnudez, esta infancia.
Un diálogo para quienes esperan y vigilan los relámpagos. La ausencia del punto y aparte es un orificio natural, para que entre y/o salga el silencio del árbol. Hay un manifiesto desprecio por la sombra disfrazada de claridad; por la claridad que anula el misterio. Cada página es atravesada por el grito de un orden cuya hambre padecemos. Al leerlas oímos el llamado que siempre ha roto nuestra comodidad; nuestra certeza de poseer el aliento, el camino, la palabra y el amor del otro, el poder de conjugar. Así todos se nos marchan, dejándonos apenas la insistencia. Así nos nace el desierto que habrá de restituirnos nuestros rasgos verdaderos, recordando a Edmond Jabès. Angustia de éxodo. Debilidad por el rostro de la tierra encontrada. Esa tierra que sólo es nuestra cuando es de los demás.
La poeta insiste en cegar el halcón. Cada verbo resta una costumbre. Combate los mandatos de la palabra escrita en la piedra. Anhela la cargada de destino. Deja a un lado el sentido muerto. No en balde este diálogo en/desde lo seco. Hay algo que cuestiona la raíz de nuestra comunicación: ¿cuántos somos cuando hablamos? ¿cuántas ramas ofenden al árbol? ¿cuántas ramas brotan de mí? ¿qué es mío en este orden?
Ante El orden de las ramas debemos prepararnos para lo seco. Insistir en el incendio del espíritu. Porque el habla que nos llega es la herencia de la angustia de Dios. Esa angustia que nos hace posible. Ese hilo cargado de lugar y tiempo, llamado mujer, llamado hombre. No hay espacio ni oxígeno para las tan de moda enciclopedias del patetismo, que algunos llaman poesía. En este libro, el asco presencia la reivindicación, el perdón al impostor. Aquí vocablo significa milagro, humanidad; no palabra.


Prólogo a El orden de las ramas.
Ediciones Torremozas, Madrid, 2003.

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Sobre El orden de las ramas
Por Lorena Bou Linhares

Configurados como sucesivas conversaciones, los poemas de El orden de las ramas materializan la inagotable movilidad de la palabra: la diseminación en el decir y escuchar y la subsiguiente realización. Ajeno al monologar de otros poemarios de la autora, aquí lo decible tiene lugar desde la interlocución; se trata de la errancia de dos voces que a veces contrapuntean y a ratos se desconocen en sus articulaciones. Y entre interrogantes, negaciones, embestidas o indiferencias, ambos hablantes hacen del diálogo un tránsito de afrentas. En el ineludible esparcimiento conversacional se articulan orfandades, extravíos, espantos y perfidias, pero –allende la reciprocidad enunciativa de suplicios y culpas– ciertamente se increpa. Los poemas abren entonces la significación de una práctica del mal desde el lenguaje: un lacerar con palabras para denominar la condición humana.
En su copiosa obra poética, Jacqueline Goldberg reincide en una estructura de narración corta, cuya discursividad se instaura en la concreción de registros propios del desencanto; brevemente sus textos significan la figuración del hartazgo, el fracaso o la desolación, así como la desacralización de la maternidad y los ritos familiares. El orden de las ramas –primer poemario de la autora publicado en España pero adscrito ya a su reconocida trayectoria en Venezuela y Latinoamérica– continúa la concisión escritural y ciertos motivos, pero con la particularidad de denegar la unicidad del hablante. La lectura del libro conduce a un único Poema, una desarticulación de voces que, en efecto, dialogan sobre sí mismas. En este sentido, la enunciación sucede a partir del desdoblamiento de la conversa, y no creo que esta dualidad vocal sea fortuita, aquí donde el maldecir obliga la instancia del otro. Cabe preguntarse cómo sería la lectura en voz alta de un texto como éste, en un intento por diferir la complejidad en torno a la determinación del turno de los recitadores.


Revista de Cultura Lateral. Barcelona, España,
Nº 120. Diciembre, 2004.

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La ciudad de Luba
Por Alfredo Chacón

Para hablar de A fuerza de ciudad, el libro de Jacqueline Goldberg (1966) entregado a comienzos de año por Tierra de Gracia Editores, provoca caer en la vieja tentación de machacar sobre las supuestas, convictas y confesas relaciones que habría entre destilación y estilo. Dos vocablos trillados y un recurso parecidamente inexcusable; pero es que en esta jovencísima autora la analogía de sus libros parece sustentar, en cuanto a estilo, el arquetípico proceso de la destilación. Ésta sería su experiencia textual más propia, el devenir procreado y constante donde germinan los aconteceres variables del poema ya extenso que ha ido escribiendo. Así consiste en los textos más logrados de sus primeros libros, escritos en 1985 y publicados dentro de los dos años siguientes (Treinta soles desaparecidos, De un mismo centro y En todos los lugares, bajo todos los signos) e igualmente en los dos más recientes, publicados en orden inverso al de su escritura: A fuerza de ciudad y Luba.
De múltiples maneras, se percibe en los tres primeros libros el ascendiente alcanzado por la experiencia de la destilación en el naciente estilo de poetizar que ya identifica a Jacqueline Goldberg entre los más recientes poetas; pero siempre, tanto en la palabra misma, volcada con cierta lentitud en sucesión perseverante, como en lo que ella aferra para destinarlo a la expresión, todo, tanto el tema como el habla del poema, parece decidirlo una simbolización del flujo verbal cribado, macerado. (…)
El desafío, la provocación al juego y los peligros han recibido dos respuestas precisas en la obra, tan joven y ya casi tan copiosa, de Jacqueline Goldberg; una la del destierro y sus pasiones, encarnados en ese ancestro familiar y arquetipo de lo femenino que desde el purgatorio de la nueva ciudad el azar le asignará, se recobra en Luba: esa antigua y lejana mujer joven que es antepasado mítico. (…) La otra respuesta es precisamente la de esta ciudad que le asigna el azar y se destila en A fuerza de ciudad reuniendo en un mismo trance a las dos mujeres, la del pasado originario y la del poema, ahora confundidas en la voz que las alcanza y las acoge, fusionándolas en un solo destino. Finalmente, como siempre, al poema le toca decidir cuál ha de ser, entre todas las posibilidades, la que se convierta en única: aquella que fuera del poema resultaría inconcebible y que al poema le aporta nada menos que el aliento de la voz que lo habita.

Publicado en El Nacional, Caracas,
1 de noviembre de 1990.

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Sobre Carnadas
Por Alberto Hernández

1.-El dolor engendra el relato: paráfrasis en el espejo de lo que dijera Julieta Campos en El miedo depender a Eurídice, vertido en un excelente ensayo por Juan Carlos Santaella, donde, a la luz del deseo como discurso, éste genera toda una teoría acerca del amor como lugar de lo imposible e igualmente indagación de un tiempo primordial.
En Carnadas (La liebre libre), novela corta de Jacqueline Goldberg, el dolor protagoniza una historia que se hizo escritura y teoría del desgano: Las historias de amor sólo pueden contarse desde el desamor. Cuando duelen lo necesario.
Este relato de Goldberg –opera prima en la que una mujer rebasa su propia cordura amatoria- es también un viaje al infierno de Orfeo: Santaella ensaya y concluye en el invento de la imaginación del deseo. Se desea el cuerpo del otro, el que se perdió y es un imposible. El deseo es la elipsis que forma el hilo atado a la carnada y ésta al anzuelo, la que será tragada por el pez que será a la vez carnada para el pescador. Una carnada es la tentación. Se expone el amor para sacrificar el deseo: éste llega y se va, queda sólo el imaginario, el espacio donde estuvo.
La mujer es la carnada de alguien que un poco más allá escribe una historia. La mujer es su propia carnada porque el escritor maduro, el que la lleva a la casa de campo, ha ido a ejercer la imaginación: el sexo sólo está en la carnada, en la mujer que usa el deseo porque lo perdió en un otro anterior.

2.-
En el principio fue el deseo. El deseo engendró el verbo, que engendró la pareja, que engendró la isla. La isla fue el paraíso, cita Santaella a Julieta Campos. El personaje femenino de Carnada es el deseo, pero quien la engendra en el presente es el verbo de otra realidad. Sus piernas, su vientre, el sexo, se exponen en una vitrina que no culmina en pareja, en isla. El desamor en la mujer es motivo para acariciar el suicidio, una decisión pensada, ilusionada.
Esta noveleta de Goldberg, mención de honor de la Bienal Literaria “Miguel Ramón Utrera” (Secretaría de Cultura de Aragua, 1997), fue armada con fogonazos de imágenes, poemas y diarios que hacen el cuerpo de una historia oscura, como el mismo personaje que transita por la anécdota. Los referentes de esta historia están en la pérdida, el abandono, la búsqueda permanente de la isla:
una pareja posible, el lugar del paraíso, la utopía, el sueño crudo que reduce la capacidad amatoria y la transforma en la ilusión de la muerte.
En este caso, la pareja no se insulariza porque cuenta el final del amor, la muerte del amor. El deseo, en decadencia, postula un ambiente donde el fracaso cierra la relación. El amor queda en Lo escrito, es decir, en lo soñado. Un epitafio sella la página.

3.-
Supe del año nuevo por el ruido infernal de ese afuera al que no estuve invitada. Supe de doce campanadas, fuegos artificiales y carros apresurados en la avenida. Alguien me hubiera dado un abrazo. Lejos. En este fragmento la soledad de un hotel completa el abandono. Es como una muerte en la que el recuerdo de distintos fracasos se acumula para dar paso al vértigo, al desgarramiento, a una escritura sobre la piel.
De haber sabido que el hallazgo definitivo de la palabra es el silencio, no hubiera iniciado jamás esta rotura. Me habría crecido en la perseverancia de la sed. Con el estómago rajada del susto.
En el principio fue el verbo. Éste, muchas veces mata el deseo, el amor. Luego, el silencio.



TEXTOS EN ANTOLOGIAS CRÍTICAS

El tema de la familia es explorado con dolorosa lucidez por Jacqueline Goldberg (1966). De su poética puede decirse que pretende el desenmascaramiento de la moral burguesa y la mítica del amor. En su rastreo de los orígenes y búsquedas interiores se ubica el poemario Luba (1988) en el que la autora se proyecta en el periplo del exilio de su abuela. El tema de la familia aparece también satirizado en Insolaciones en Miami Beach (1995), contexto muy caro a la clase media de la Venezuela “saudita”. En Víspera Goldberg extrema su percepción hiriente de la realidad, en la confirmación, sobre todo, de la derrota y cese del deseo, además del derrumbe de la memoria afectiva junto con el deterioro físico, de lo que da dolorosa cuenta. En el libro La salud (2002), que mereció el premio de poesía de la Bienal de Literatura Mariano Picón Salas de 2001 (Mérida), mientras se sucede la agonía de un miembro de la familia, la poeta desenmascara, ya sin sarcasmo, los ritos de convivencia (uno de sus libros publicado en 1991 se llama, precisamente, Máscaras de familia).

Yolanda Pantin/Ana Teresa Torres
El hilo de la voz, antología crítica
de escritoras venezolanas del siglo XX.
Fundación Polar, Caracas, Venezuela, 2003.



La poesía de Goldberg encierra el dolor y el triunfo de poder cantarle a los elementos que nos brindan tanto placer como agonía. El triunfo de sentirse ya libre en la edad madura de todas las ataduras que aprisionan a la mujer, se entremezcla con la frustración de ver el cuerpo obligado a sufrir la metamorfosis impuesta por los años mientras que la mente y la capacidad creativa apenas florecen: «ya no soy una cintura angosta/ ni pocos kilos/ he pasado un trecho de amantes/ con sus menoscabadas amarguras/ se han solventado ciertos agostos». Goldberg articula sus versos cortantes y definitivos en palabras que conforman un lenguaje desafiante, al tiempo que hace uso completo de su licencia poética. Las palabras fluyen sin convenciones de escritura performing su propia decisión de vivir fuera de las normas: «me he vuelto ceremoniosa/ han dejado de interesarme los ruidos/ el silencio de los demás/ prefiero una copa dando vueltas por mi casa/ desayunar sin asuntos pendientes/ regodearme en eso de ser absolutamente solitaria/ absolutamente vieja después de todo». Pero lo individual no está aislado dentro de la poesía de Goldberg. La memoria de sus ancestros, la errancia que hereda y que la persigue, se entrecruza con su jornada personal: «lo peor es verse desde el mismo colchón/ y tener la frente borrada/ ser un desaparecido/ un inmigrante/ un recomendado/ un nadie sin respuestas».

Ligia Aldana
Presentación a la lectura Memoria, lengua y palabras:
Prosa y poesía en la biblioteca.
Biblioteca de Broward, Florida, Estados Unidos, 2003.



Jacqueline Goldberg es la poeta del dramatismo autobiográfico y de las biografías cercanas, sentidas, asumidas. Primero la alcoba, espacio donde el amor cae bajo las erosiones de la problematización. Después, el vivir plenamente la experiencia del otro, el entrañarse en ese ser ajeno y propio, transfiriendo para sí las vivencias de éste hasta el punto crucial de tocar su propia carne, su maltrecha esencia. En esos caminos elabora una poética de la dicción explícita, del lenguaje trabajado hasta hacerlo incapaz de ocultamientos, donde se domeña el alma y las pasiones en un canto encendido a la par que prudente, confidente y honestísimo. Es así como en ocasiones el autorretrato emocional y reflexivo en que derivan sus poemas ingresa en la confesión con drama y monólogo, como autocompasión irremediable. Sus textos, sobre todo los más recientes, alcanzan en la irreverencia con lo sagrado, con el propio yo, cotas inusitadas.

Joaquín Marta Sosa
Navegación de tres siglos
(antología básica de la poesía venezolana 1826/2002).
Fundación para la Cultura Urbana, Caracas, 2003.



Jacqueline Goldberg (1966) no le huye al dramatismo autobiográfico, de hecho, la voz hablante de sus poemas es confesional y tiene por epicentro su propia circunstancia. Así ocurre en Treinta soles desaparecidos (1986), De un mismo centro (1986), En todos los lugares, bajo todos los signos (1987), primeros títulos en los que el espacio privilegiado es la habitación, el lecho amoroso, eso que la cursilería suele llamar «la alcoba»; sitio en el que ocurre la danza amatoria que, en la poesía de Goldberg, dibuja las mareas de la entrega y la pérdida, del desengaño y la insatisfacción, de la problematización del encuentro amoroso. Esto, como ya vemos, es casi una constante de la voces femeninas que estudiamos. (…)
La confesionalidad de la hablante no le teme al patetismo, ni a la autocompasión, por el contrario, uno de sus timbres característicos es cultivar esta veta del ego. La sustancia de su palabra poética es la personalidad de la hablante, de allí que el lector asista a una suerte de monólogo sobre la circunstancia propia, sin máscaras frente al espejo, con lo que, además, confirmar una veta de estas voces femeninas: la tentación de Narciso viéndose en el agua, el espejo como campo interpelante. ¿Etapa de afirmación épica de unas voces que en su crecimiento requieren la afirmación de lo propio, de sus territorios privados: el lecho del amor, el espejo, el cuerpo de la maternidad?

Rafael Arráiz Lucca
El coro de las voces solitarias. Una historia de la poesía venezolana.
Editorial Sentido. Caracas, 2002.



Dolor, enfermedad y pérdida constituyen el hilo conductor del nuevo poemario de Jacqueline Goldberg, La salud (Fondo Editorial La Nave Va, Instituto Cultural Venezolano Israelí, Caracas, 2002) ganador de la Bienal Mariano Picón Salas de Mérida, mención Poesía, 2001. Un libro lúcido e intenso sobre el tránsito entre la salud y la enfermedad, la vida y la muerte; sobre ese estar en «la cuerda floja» sin saber si se tendrá el equilibrio suficiente para salvarse de la caída y del abismo (…) Experiencia de umbrales y fronteras, de suspenso e incertidumbre, es lo que el libro busca representar: una lenta travesía hacia esas «vastedades del adiós», donde «la verdad es siempre un escándalo». Éste, según mi lectura, es quizás una de los aspectos más interesantes del poemario: intentar la escritura de lo indecible, decir lo que no tiene palabras para ser dicho: ese más allá del dolor que constituye la pérdida (o la posibilidad de la pérdida) de un ser querido, y ese más allá de la vida que todavía no es la muerte, pero que es casi la muerte, que experimenta quien está enfermo.

Gina Saraceni
«Las vastedades del adiós.»
Verbigracia, El Universal, Caracas,
12 de octubre de 2002.



Acerada, la sintaxis de Goldberg. Tanto como el alma que yace en cada uno de sus poemas. Es la mirada de la noche sobre el próximo día. El ser que en el aparente reposo del crepúsculo teme y se asquea de la inmediatez del nuevo sol. Es el ojo de quien sabe observar con cuidado el horizonte: desmantelada arquitectura, desalojada reciedumbre.

Roberto Martínez Bachirich
Revista Nacional de Cultura.
Año LXII/2001/Nº 319. Venezuela.



La memoria de un pueblo y su genocidio vive en la palabra, y en los vivos, y en la alianza a través del recuerdo de los nombres. La poesía de la venezolana Jacqueline Goldberg está dedicada a Luba, su abuela sobreviviente del Holocausto: son poemas tiernos, breves y efímeros, marcados por la presencia del recuerdo, como si se tratara de la presencia de un retrato constante: es la memoria.

Marjorie Agosin
Las palabras de Miriam,
Ediciones Torremozas. Madrid, 1999.



Luba, un poema pequeño y muy íntimo, requiere un lector sensible e inteligente, uno capaz de apreciar su génesis, testimonio, amor, dolor y renacimiento. Con él y a través de él Goldberg honra su heredad y se conecta con ella.
La tristeza que anega los poemas que constituyen Luba es una tristeza por no tener una vida, por tener que vivir en el exilio y borrar el dolor pasado. El sufrimiento de la supervivencia es la manera como Goldberg rinde homenaje mediante la remembranza y la recuperación de todas las Lubas, todas las mujeres judías a quienes se despojó de su infancia, adolescencia, juventud y esperanza. Mujeres que sobrevivieron al Holocausto, y que sobreviven. (…)
El lector de los poemas de Goldberg se queda con un profundo deseo de saber más, de seguir leyendo, de enterarse de cosas quizá no dichas, de echar luces sobre sombras e interrogantes, de adentrarse en la oscuridad y en las referencias intencionales, volátiles y alusivas que nos ofrece la poeta y que parecen evaporársenos en las manos.

Joan Esther Friedman
Venezuelan Jewish Women Writer and the Search for Heritage.
Passion, Memory and Identity:
20th Century Latin American Jewish Woman Writers.
Edited by Marjorie Agosin,
University of New Mexico Press, USA, 1998.



En la literatura venezolana reciente, el nuevo siglo se adelanta por lo menos en los siguientes escenarios (…) El escenario de los flujos de la migración, donde se evidencia el nomadismo cultural de un canje de fronteras (como se ilustra bien en la saga de retornos que ha levantado Miguel Gomes y en los ciclos que se desplazan en la poesía de Jacqueline Goldberg).

Julio Ortega
Literatura y futuridad. Conferencia dictada en el acto conmemorativo
de los treinta años de Monte Ávila Editores,
Caracas, 1998.



Fiel al poema breve –con apenas media docena de excepciones, de 50 a 70 palabras– en toda su trayectoria, lo que ha hecho Jacqueline Goldberg ha sido dar mayor carne y anécdota a procesos hondamente emotivos pero inicialmente expresados con cierta oscuridad. También en todos sus títulos, la lectura suelta de cada pieza se enriquece con la consideración del conjunto en cuanto tal, llegando a ser efectivamente en Luba y Una señora con sombrero, potencialmente en los demás –cada uno un poema-libro, con subdivisiones. (…)
Máscaras de familia –treinta y cinco poemas– se inscriben en la órbita de la maternidad vivida como desgarramiento, que de Miyó Vestrini y Márgara Russotto a María Auxiliadora Álvarez y Maritza Jiménez ha dado resultados tan espléndidos. Lo peculiar, es este caso, es que se trata de un hijo aún no concebido, meramente pensado, pero ante dicha posibilidad o proyecto sufre igualmente. Como el sujeto poético, por sus características, es el mismo que el de toda la obra de Jacqueline Goldberg –y pudiéramos referimos, transponiendo del terreno de la narrativa, a una archihablante–, lo que se propone al vástago es una herencia de soledad, duda, tristeza, impudor, miedo, mientras que más que un contexto sociopolítico amenazador, es la sombra de la madre lo que constituye el programa educativo: «te llevaré al lugar/de mis fracasos, seremos tú y yo/en la soledad//un único e imposible lamento: te guardaré/mis ropas de infancia//el olor a muerto/de aquella felicidad». A este hijo que será enemigo, mortaja, muerte de la madre, se le recuerda –por adelantado siempre, en la aventura imaginaria– también que, de entrada, no se quiso tenerlo: luché por desterrarte/por hacerme un vientre sin rajaduras. De alguna manera, Máscaras de familia prolonga la oscilación entre retención y entrega que vertebra esta poesía, aplicada antes a los amantes al hijo.


Julio Miranda
Poesía en el espejo. Estudio y antología
de la nueva lírica femenina venezolana (1970-1994).
Fundarte, Caracas, 1995.