viernes

VERBOS PREDADORES. POESIA REUNIDA (2007)


Hay que creer en el libro para escribirlo.
El tiempo de la escritura es el tiempo de esa creencia.

Edmond Jabès 


POÉTICA

De pronto la boca del poeta se cuaja de larvas.
Tanta es su levedad.

Hay que extraerlas una a una,
para que el poema revierta su cauce,
para la vorágine de las calmas heridas.

Han sido muchos los gritos acuclillados,
la índole curva de las exequias.

La frente queda en tierra.
La felicidad es una filiación no tan diurna.

Al enraizar el último fortunio,
habrá que talar el poema que obligue,
como diente, trance voraz.

El poema crecerá en su propio perdón.
Dirá cruces, empeños, viajes. A ras de cierta esclavitud.

¿Y el dolor?
¿Habrá que recuperarlo para que el libro crezca en el libro?
¿Para los tajos de la futura lágrima?

Volver a escribir es ser triste y pretérito,
abundante hasta el fin.



NO SOY LO QUE DIGO

No soy lo que digo sin un origen a cuestas.

Sigue irresoluto el olor negro de mi desarraigo.

Quisiera afirmar
que heredé la clavícula de los iluminados,
que mi estirpe estuvo alguna vez untada de sal.

Me honraría elogiar el deterioro,
arreciar en la humareda de lugares sin nombre.

Pero todo cuanto lamento es mordaza.

No provengo de fulgores antediluvianos,
en los retratos familiares no hay mujeres frondosas.
Las barbas de los bisabuelos
no ocultan magníficas excepciones.
En mi sanguínea coartada sólo hay herrumbre,
locos ensimismados, espaldas encorvadas.

No pueden las herencias infundirme más que escozor.

Mis ancestros se plantaron con muecas de insomnio,
a sabiendas de que los seguiríamos con ojos alambrados.

Aprendieron que no hay errancia sino consuelo.
Vivieron del luto, feroces y míseros
entre las tonalidades del estorbo.



SÍLABAS NATIVAS

Los vocablos que la desdicha
arrojará sobre nuestros cuerpos
son animales pródigos de un desorden biográfico.

No puedo imaginar la lengua que hollará a mi padre
en sus penúltimos jadeos,
ni aquella que me respirará con golpes de amoníaco
cuando se me venga encima el desacato.

Ya la madre había cargado con la otredad del escarnio,
la humillación de decirse sin agüeros cardinales.

Nadie contuvo las sílabas que amonestaban el vientre.



POÉTICA

La nieve que sortearon mis ancestros
es reliquia desdichada que no me estremece.

No hay paisaje entreabierto ni nostalgia
que cumplan la tiniebla
de alegar un sitio en mi vestimenta,
mi desorden, mi fetidez.

Nada de cumbres, penínsulas,
pantanos, arenales traicioneros.
Ni siquiera un pájaro en el estupor abisal.

No hay espina ni montículo que acorralen.

Me relato –si es que punta y vértigo son verdad–
en el glosario escarpado de una distancia.

El paisaje
–esa maldición inmaterial
que llaman paisaje–
es ausencia que zanja venas en las manos,
que cuece el torso con dulzonas corazas.

Y la nieve, que debería remolcarme al ensueño,
me acusa desde su claridad insuficiente,
como si fuese obligante palidecer,
admirar todo viscoso horizonte,
ser la duración, la represalia.



INTENTO DE ORFANDAD

Los viajes dicen de mí como algo aparte,
pero no se trata de huir sino de hacerme en otro lado.

Me aturde la permanencia de ciertos hogares,
lamer afilados trechos con los hombros desgajados.

Jamás me aproximé a las acequias
por temor a una intemperie definitiva.

Quiero emprender aún algunos itinerarios:
ir a una isla en cuyo centro
haya un lago y en él otra isla.
Atravesar un desierto abrumado de cuervos,
un monte de ataúdes.

No exijan que relate la brevedad de una lágrima,
que me destile en frases aumentadas.

Desconozco de qué bilis proviene el hartazgo,
cuál es el brebaje indispensable para aquietarme.

De los viajes mastico el caudal que me conduce,
de los regresos he copiado la espesura.

Toda travesía es intento de orfandad.



ESTADO DE EXILIO

Hay una retahíla de verbos emancipados.

Todo es mío. Lo pestilente y lo liviano.
Todo lo amasé, lo mordí, lo acuné.

Son mías las imprecisiones,
el barro que no amaina,
los hilos de sangre que cuajan el hogar.

Mío lo que despoja,
savia de una tarde avara,
huesos desmoronados en el útero.

Las minucias me las llevo al asco, al exilio de mí.

Las pérdidas no me arrancarán el mal,
no me harán dadivosa ni puntual.

Si me voy cargo con todo,
armo el miedo en otro puerto,
me ensucio para nuevas esperanzas.



POÉTICA

Nunca vi sembradíos de azafrán,
ni sus quejas bastardas.

Más rojo es el augurio que la ceguera.

Los manuales nunca advierten
el desenlace de un reo cuando escampa.
Se detienen en nombres ficticios,
tuercen un mundo sin favores.

No así los libros de poesía,
que no cesan, no conducen, no propician;
amasijo de crispaciones,
pedregal ojeroso de la tribu.



OFICIO DE GUARDIAN

El hijo regresará de un viaje por las marismas del sur.
Debo decirle que su tortuga ha muerto.

Juro que cambié a diario el agua,
ofrecí lechuga y relumbrones de mis horas de fiebre.

Incluso hablé al solitario reptil
sobre la incapacidad humana de aferrarse a los equinoccios.

Produje olas en su mínima ensenada,
zambullí guijarros y soldados de plástico,
para que no extrañara el alboroto de las tres de la tarde.

Vano intento: la tortuga amaneció azotada.

Tardé pensando su dilución
–en mi infancia sepulté pájaros y perros,
aún me duele pisar su ausencia.

Cómo explicar al hijo recién venido de los caudales
que la muerte es un músculo ejercido sin utensilios.

En secreto agradezco que el animal haya claudicado,
no sirvo para guardián de otro porvenir.
Nunca soporté su quietud, su albedrío mentiroso,
su coraje para durar
en la oscura artillería doméstica.



FIEBRE

El hijo empeora durante la siesta.
Sus párpados resbalan sobre venenos tibios.

En el desfallecimiento exige agua, abandono.
Llora sin que arda
la lengua púrpura de su precoz vejez.

De su garganta supuran raíces.

Han sido siete noches
de fatigas al pie del desamparo.

El hijo nada sabe de muecas esdrújulas.

El padre quiere dormir, volver a los umbrales.
La madre es una claridad anterior.
No soportan
las horas hervidas del encierro.
Fieras desencontradas, se arquean a mansalva
con gritos más antiguos que su desamor.

El pequeño, ya infectado de simulacro, se niega a tragar.

Vendrán disgustos.
El hambre cumplirá sin retraso su misión de costra.
Pasará incluso el perdón.



EL VERDOR DEL ANIQUILAMIENTO
A Alexis Romero
Cuando un árbol se desploma frente a uno

es porque en algún remoto lugar
hay una casa sobornada por el frío.

Los follajes recientes no claudican,
dejan para luego la prudencia de la savia.

Tampoco aguaceros repentinos
acaban con el dramático porvenir de las copas.

Pero un árbol
–digamos un abeto, una acacia, un samán–
no revierte el orden de los designios,
no se estremece en la gravedad de la niebla,
no pretende la infinita duermevela de los desiertos.

Un árbol se desmorona sin gracia,
jamás teme torturarse por error.

Si contemplamos su fatiga,
si alcanzamos a presenciar su crujir postrero,
es por un hábito de transcurrir en otra identidad.

Nunca comprendimos la maldición de persistir
en el verdor del aniquilamiento.
Pasamos de largo,
sostenidos por los desmanes de una tarde última,
ajenos a la frondosidad.
Cuando un árbol ha perecido a nuestro lado,
cuando poco faltó para que nos fustigara,
se olvida la soledad de esa pequeña catástrofe,
el impúdico gemido que en adelante sólo incumbe
a las aves, las ardillas
y a quien recogerá aquel inútil desastre de hojas.



ARRUINADO EL DÍA

El viaje / o nacer.
El viaje / o la piltrafa.
El viaje / o la rendición.

Guardo enjundias.
Voy haciendo verjas
de improvisadas circunstancias.

Hay tantas maneras de desunir.

Me empiezo a mitad.

He emprendido otros desbarros:
me sacaron de mi casa,
me arrancaron la ropa,
me tatuaron una cifra,
me gasearon,
me incineraron,
me convirtieron.

Volví carne de lobo,
vaciada en hiel,
creyendo.

Dije «estuve en las fauces».

Mentira fue la luz,
el resguardo,
la fiereza de las visiones.

Mentira la llamada,
el que vendrá.
También la cicatriz que deja la víbora.

Acaso me preguntaron si deseaba escribir,
desatar,
cuidar un monte.
Sí podía.

Nadie quiso saber si regresaba entera.

Me asquearon temprano.
Me otorgaron horas crudas.

Fui descreída,
a tientas me tuve de cabeza.

Vi torcer un pan, un lloro.

Así mis renegridas palabras y sus finales,
mis simplezas de amolador,
la grava tendida de los cuerpos,
virados sin sombra, sin afán.

Y pese a todo,
un rumor lengua adentro,
muy adentro,
pequeño,
torpe,
desheredado.



ESTADO DE GRACIA

La poesía agorera de todos los días,
cómo se salva,
cómo anuncia una fe.

Se decanta en el sinremedio de los comienzos,
en alardes venenosos.

Es el primer gran desconsuelo.

La escritura aminora los verdaderos hallazgos,
fósil su ilusión.
Discurre entre alimañas.

Siempre alguien acunó
mi incapacidad para guarecerme.

La maternidad ha ensalivado unas pocas horas.
De ahí que me vigile,
de mareas acicalada,
interrumpida,
en asqueante estado de desgracia.



POÉTICA

Arados los poemas,
arados los filos ya arados de una tarde en Estambul.

O en Bucarest, qué importa.

Igual nunca iré,
ya nunca más iré a otra envergadura que no sea propia.

La huida se forja en la cintura,
nunca en los pies, como creen los abandonados.

Jamás se cruza un río con las caderas adormiladas,
tampoco se hace uno reincidente de las frondas.

Por eso echarse a la porfía
conlleva el riesgo de legar flores o escrúpulos.

La errancia está en el poema que rumia infeliz.
Y el poema, más allá,
bestia vidriada, conjetura desertora,
siempre está de paso.



LOS REVESES DEL ESCUCHA

Ha llegado la tarde saturnal de librarme del escucha,
lanzar la espuela apenas interior.

Hemos sido impiedad plomiza,
comensales dadivosos de una familia
que no llega a resguardo.

El escucha habrá de perderme para siempre.
No yo a él.

Abdicantes de epítetos frondosos,
nos serviremos a la hora
en que concurren las añoranzas,
seguros de preceder.

Se parece el silencio a la maldad.

Mi anhelo es aquietar.
Que no hayan más poemas tramposos.
Que de la casa incendiada permanezca el motivo.



POÉTICA

Finalmente las historias más terribles se decantan
y un precipicio mana del titubeo.

Así se vierte el otro en nosotros:
de la angustia a la holgura.

La identidad está en el pelaje del libro,
no en los argumentos,
ni en magros antónimos
que desvestimos de futuro o cansancio.